Mandela fue un político y un revolucionario por lo menos desde 1942. Dos años después se unió al Congreso Nacional Africano (CNA) y contribuyó a crear su Liga Juvenil y a conducir al movimiento, que llevaba décadas de irrelevancia, a posiciones más radicales.
Mandela fue un rebelde cuando encabezó la campaña de desobediencia civil contra leyes injustas del régimen segregacionista blanco en 1952 y cuando, pese a ser un mal estudiante, completó un diplomado de dos años en derecho y empezó a ejercer la abogacía en el primer bufete negro del país.
Fue un rebelde, y por eso proscripto más de una vez, detenido y procesado en el Juicio por Traición, del que finalmente resultó absuelto en 1961. Fue un rebelde cuando pasó a la clandestinidad.
Pero sobre todo fue coherente con su rebeldía tras la matanza de 69 personas desarmadas durante la manifestación de Sharpeville contra las leyes segregacionistas, el 21 de marzo de 1960, la posterior instauración del estado de excepción, el arresto de 18.000 personas y la proscripción del CNA y otras organizaciones.
Entonces entendió que no bastaban las marchas, huelgas y acciones de desobediencia civil para conmover los cimientos del apartheid, cuya estructura se iba sofisticando hasta el delirio de los bantustanes (reservas segregadas para no blancos).
Fue un acto de rebeldía encabezar la lucha armada en 1961 y contribuir a crear el brazo que la ejecutaría, Umkhonto weSizwe (Lanza de la Nación). O salir del país en secreto a buscar apoyo y entrenamiento de guerrilla.
Sudáfrica era una cuña útil para las potencias occidentales –las mismas que hoy honran a Mandela como un héroe— en una región convulsionada por las luchas de liberación colonial y la guerra fría.
En los años 70, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, socios comerciales del régimen, vetaron una moción para expulsar a Sudáfrica de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El embargo de armas solo se hizo obligatorio en 1977.
En la década de los 80 el apartheid avergonzaba a la mayoría de la humanidad. Pero apenas en 1985 Estados Unidos, Gran Bretaña y la entonces Comunidad Europea adoptaron sanciones económicas contra el régimen, y en buena medida para aplacar la indignación pública que iba surgiendo en cada país.
Mandela llevaba años purgando cárcel, desde 1962. Fue juzgado por sabotaje y condenado a cadena perpetua en 1964. La rebeldía lo sostuvo en esos 27 años, durante los cuales rechazó tres ofertas condicionadas de libertad.
El derecho a rebelarse contra la opresión, que asiste a cada pueblo, ha sido muy a menudo objeto de supresión y sobre todo de tergiversación.
En el caso de Sudáfrica, Estados Unidos se lo pensó bien. Solo en 2008 eliminó al CNA de la lista de organizaciones terroristas de su Departamento de Estado, nueve años después de que Mandela hubiese dejado la Presidencia.
Cuando emergió de sus años de encierro en 1990, pero sobre todo cuando fue investido presidente en 1994, Mandela sabía que desmantelar el apartheid no tendría sentido si en el proceso el país se desintegraba en divisiones y venganzas.
Y fue, desde entonces, el pacifista más activo y convencido, llevando su rebeldía a un nuevo terreno, el del ejercicio democrático y el del diálogo como solución de los conflictos.
Como cuenta un artículo de IPS, muchos sudafricanos siguen hoy hundidos en las trampas de la desigualdad y la pobreza, con el CNA acusado de haber ingresado en un ciclo de opacidad y nepotismo.
No es sencillo sacudir una herencia que data desde los tiempos del régimen colonial británico. La segregación y sus causas económicas dejan marcas profundas. No basta con tener un presidente negro, como ilustra Estados Unidos, cuyas cárceles siguen teniendo muchos más convictos negros que blancos.
Pero ahora los sudafricanos pueden canalizar su rebeldía contra esas lacras en un proceso democrático y un Estado de derecho por los que hay que agradecer a Mandela, el rebelde.
Diana Cariboni es coeditora jefa de IPS
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