Debate entre Juan Carlos Monedero y Mike González
La Hiedra
Pensamos que hoy es más importante que nunca aprender de los aciertos y desaciertos de la izquierda latinoamericana por las similitudes en el contexto en que surgió (de crisis económica y política y de grandes movimientos sociales) y por su experiencia dentro de las instituciones –algo deseado por varios proyectos interesantes a lo largo del Estado español.
Hemos preguntado qué se puede aprender de las experiencias latinoamericanas a dos expertos en la materia: Juan Carlos Monedero -@MonederoJC- y Mike González, ambos intelectuales inmersos en la realidad política latinoamericana y activistas en sus respectivos ámbitos. Hemos dejado que cada uno desarrollara sus ideas en paralelo, primero introduciendo sus propias visiones personales y luego respondiendo a las del otro. El intercambio subsiguiente reveló confluencias, pero también contrastes, como no podía ser de otra manera con un tema tan amplio y tan complejo.
Primera ronda: Mike González
Mike González, autor de una nueva biografía sobre Hugo Chávez (Pluto Press, 2014), Catedrático Emérito de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Glasgow y miembro de la corriente internacional En Lucha / En Lluita.
El gran pensador marxista peruano, José Carlos Mariátegui, decía que había aprendido a ver y conocer su propio país en Italia entre 1919-1923. Allí participó en la política revolucionaria al lado de Gramsci. Se podría decir que en los noventa, después del desmoronamiento del llamado “bloque socialista”, Europa dirigió su mirada hacia América Latina, para plantearse la cuestión del método revolucionario. Desde Chiapas, donde las y los zapatistas se levantaron en enero de 1994, llegó un grito de protesta y rebeldía y una crítica feroz al neoliberalismo desde las márgenes. Como demostró el MST brasileño en los ochenta, los sin tierra tenían visión y capacidad de lucha, desde la conciencia y el conocimiento. El grito zapatista –¡Ya basta!– se oía en las calles de Europa –desde los y las Tute Bianche de Italia, hasta “los camioneros y las tortugas” que asediaron la Organización Mundial de Comercio en Seattle a finales de 1999 y desenmascararon los mecanismos de explotación detrás de la globalización.
La década de los noventa empezó con un triunfalismo encarnado de Fukuyama, que pronunciaba “el fin de la historia” y la victoria del capitalismo global. El fin de la historia, según él, era el fin de la resistencia, pues el derrumbe del muro de Berlín dejó en los escombros el sueño de un mundo auténticamente democrático, justo y humano. Para principios del siglo XXI, Fukuyama se tragaría sus palabras.
El nuevo siglo empezó con muestras claras del impulso revolucionario que estaba presenciando América Latina. En Cochabamba la llamada “guerra del agua” del 2000 generó prácticas y formas de organización que señalaron el resurgir de la posibilidad de un mundo sin explotación ni opresiones. Desde las bases se formó un frente de lucha que abarcaba a obreros, comunidades, vecinos, grupos de mujeres, vendedores ambulantes, escolares y comunas indígenas. La misma experiencia, aunque menos conocida, marcó la extraordinaria lucha de los pueblos indígenas del Ecuador. Tumbaron tres veces a gobiernos que intentaron imponer las prioridades neoliberales. El Argentinazo de diciembre de 2001 produjo una nueva consigna –“que se vayan todos”– y se crearon allí nuevos organismos de resistencia y autonomía, como las asambleas populares en los barrios, al igual que en Bolivia los “cabildos abiertos” –asambleas del pueblo en plazas públicas. Cada caso tenía su particularidad, sus expresiones locales. Pero los valores que encarnaban atravesaban fronteras y hacían eco de las reivindicaciones que lanzaba, desde Gotemburgo a Génova, el movimiento anticapitalista.
Desde ambos lados del mundo, en aquellos años de principios del nuevo siglo se reclamaba democracia, solidaridad, justicia social, respeto al planeta, solidaridad con la gente oprimida y un sistema económico-social que produzca para el bien de las mayorías. Eran los principios fundamentales del socialismo que Marx propuso en los albores del capitalismo. Ahora, aunque había producido los medios capaces de satisfacer las necesidades de todos, el mundo estaba más lejos que nunca de la soñada igualdad.
La fuerza moral de esos nuevos valores era avasalladora; pero no se traducía en fuerza política. Para eso había que tratar la cuestión del poder y de quién lo manejaba y ejercía para que siguieran beneficiándose los reducidos sectores de los dueños del capital. Era cierto que la caída del muro había revelado la realidad del “socialismo realmente existente” cuyo motor era la explotación y cuyos dirigentes constituyeron una clase que se enriqueció a expensas de las y los trabajadores y reprimía al pueblo en cuyo nombre reinaban. Y tanto como la clase dirigente occidental, ellos disponían de la violencia del estado.
¿Era posible otro tipo de poder? Otra vez América dio respuesta –o más bien dos. Desde Chiapas el reto era (según John Holloway) “cambiar el mundo sin tomar el poder” –realizar una transformación moral y cultural sin necesidad de enfrentar el poder del capital. Los movimientos sociales y las ideas revolucionarias son, o pueden ser, una fuerza material. Pero desde Cochabamba, Ecuador y Oaxaca se decía que había que transformar también el poder, que los estados debían estar bajo el control y la autoridad de los movimientos de masas que habían arrasado con los viejos poderes. Se veía surgir en América embriones de ese poder alternativo.
Parecía que quien más representaba esta nueva propuesta era Hugo Chávez. La revolución bolivariana y la personalidad de su máximo dirigente sedujeron a la izquierda del mundo entero. Su irreverencia, su celebración de la cultura popular y su manejo de los símbolos del proceso independentista sumaron un nuevo discurso político que parecía fundir en una visión nueva las demandas de las resistencias de Europa y América Latina. Un nuevo mundo es posible, decía, apropiándose la consigna central del Foro Social Mundial. En el Foro de enero de 2005, Chávez presentó su nuevo concepto y cautivó a un público mundial:
“Cada día estoy más convencido, sin ninguna duda en mi mente […] de que es necesario trascender el capitalismo. Pero no puede ser trascendido desde dentro del propio capitalismo, sino a través del socialismo, el verdadero socialismo, con igualdad y justicia. Pero también estoy convencido de que es posible hacerlo bajo la democracia, pero no el tipo de democracia impuesta desde Washington”.
Los hechos en Venezuela respaldaban esa posibilidad. En 2002-03 un intento de golpe fue derrotado por la movilización en masa del pueblo venezolano. De diciembre de 2002 hasta marzo de 2003 la huelga empresarial, el llamado “paro petrolero”, intentó destruir la industria petrolera, cuyos ingresos, en el proyecto chavista, financiaban el bienestar de las mayorías. Derrotada en aquel momento, la derecha seguiría empleando su poder económico para minar el proyecto –con la especulación sobre todo. La respuesta eran las Misiones, programas en cierto sentido asistencialistas pero anclados en el control y la administración desde las bases, que parecían ejemplos de un nuevo tipo de poder, respaldadas a su vez por un ejército progresista y un nuevo sistema latinoamericano de cooperación –el ALBA.
Las palabras de Chávez resonaron a través de América. Nuevos dirigentes de izquierda llegaron a los palacios presidenciales bajo el impulso de los movimientos sociales. Fue el caso de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Fernando Lugo en Paraguay y, de hecho, Lula en Brasil (aunque el proyecto de Lula resultó ser básicamente neoliberal). Las nuevas constituciones de esos países defendían la democracia, el control nacional de los recursos de cada país y su distribución equitativa, además de la base plurinacional de los nuevos estados, imitando la nueva Constitución Bolivariana de Venezuela de 1999.
Hasta allí se podía hablar del éxito del proyecto de la conquista de la soberanía, de la independencia nacional. El ALBA daba la posibilidad de crear un bloque antiimperialista que rompía con la dependencia de EEUU. El proyecto bolivariano ocupaba el primer lugar en ese proceso. Pero quizás por eso no se atendía a las señales de sus contradicciones internas. A finales de 2006 Chávez creó un nuevo partido, el Partido Socialista Unido de Venezuela. Se convirtió de la noche a la mañana en un partido de masas –bastaba la convocatoria de Chávez. Pero ¿qué tipo de socialismo representaría el nuevo partido? Sus estructuras eran absolutamente centralizadas, su creación no fue producto de una discusión en las masas, ni lo fueron sus reglas y estatutos. Se parecía mucho más al partido comunista cubano que a un nuevo tipo de organización donde el pueblo ejerciera su poder democrático directamente sobre el estado. Y no era simplemente una cuestión organizativa. Sin la intervención directa de los órganos de democracia directa, ¿cómo se podía asegurar que las prioridades del estado siguieran siendo las de la mayoría? ¿Y cómo impedir que surgiera en su seno una dirección del partido y del estado que se alejara de las bases y empezara a defender su poder y no el poder popular?
La verdad es que no se hablaba lo suficiente ni dentro ni fuera de Venezuela sobre el carácter del socialismo bolivariano. La experiencia de aquel otro socialismo obsoleto rendía más que suficientes lecciones sobre lo que podía significar el capitalismo de estado (específicamente descartado por Chávez en Porto Alegre). En años recientes se ha visto que el capital nunca descansa en sus esfuerzos por subvertir este proyecto, sea militarmente (como en Honduras) o económicamente (como en Venezuela). Hoy Venezuela está en una crisis profunda tanto económica como social precisamente porque la ausencia de esa democracia auténtica hizo posible que se estableciera en el poder una burocracia que al no enfrentar esta amenaza y buscar su propio enriquecimiento, torció y traicionó las promesas del socialismo del siglo XXI (aun si nunca se definieran realmente). Han puesto en jaque no sólo su estado sino todo el proyecto socialista para América y el mundo.
¿Qué hacer? Lo primero es rescatar el proyecto socialista, aclarando por qué hoy en día los gobiernos de izquierda del continente están tratando de nuevo con las multinacionales petroleras y mineras, y cómo la corrupción ha podido aparecer en el seno de un proyecto arraigado en un proyecto de poder popular y democrático. Que de la soberanía nacional a una propuesta revolucionaria internacionalista hay todavía un gran salto. Pero para que este se realice, será la clase trabajadora en toda su multiplicidad la protagonista de cualquier proceso que se llame socialista. Es a ella a la que hay que apoyar y defender y no a quienes se arrogan el derecho de representarla. Nuestra democracia es participativa, diversa, opuesta a todo imperialismo y enemiga a ultranza del capitalismo, cualquiera que sea la forma que toma.
Juan Carlos Monedero
Juan Carlos Monedero, profesor de ciencia política de la Universidad Complutense de Madrid, fundador de Podemos y asesor del gobierno venezolano dirigido por Hugo Chávez entre 2005 y 2010.
Uno de los principales rasgos del capitalismo es su voluntad global. Por su propia lógica, no puede dejar de pedalear sin caerse, de manera que la expansión más allá de las fronteras de los países europeos donde se inició está inscrita en su código genético. Es importante entenderlo porque nos da una clave: lo que ha ocurrido en otros países puede igualmente ocurrir en los nuestros. Es cierto que las estructuras sociales son distintas, como distintos son sus estados y la fortaleza de su sociedad civil. Esto no permite comparaciones simples, pues las bases compartidas para ejemplarizar no están dadas. Pero las tres grandes autopistas que nos han traído hasta la actualidad –el Estado nacional, el desarrollo capitalista y el pensamiento de la Modernidad– se caracterizan por su carácter homogeneizador. Cuando las lógicas de estas tres autopistas tienen dificultades para reproducirse (por culpa de una crisis económica, por protestas sociales o por tensiones de cualquier tipo que también pueden provenir de fuera), las herramientas para volver a recuperarse son las mismas en todos sitios.
Por eso se parecen tanto las guerras, los ajustes y los recortes, el papel de la ciencia, el machismo o el trato a los inmigrantes sin papeles. Hay una suerte de “macdonalización” del mundo que tiene que ver con la hegemonía occidental desde, al menos, el siglo XIX. Al final, el comportamiento capitalista es muy similar en Venezuela, España o China; un inmigrante considerado ilegal tiene una suerte similar en Ceuta, Texas, Argentina o Libia (donde las diferencias van a estar en virtud de la magnitud de la crisis en cuestión y la fortaleza del estado de derecho) y el estado responde igual cuando la razón última de su existencia (la defensa de la propiedad privada) se ve amenazada. De la misma manera se parecen los procesos de toma de conciencia, las herramientas que usan los desposeídos para salir de su postración, las movilizaciones populares a la búsqueda de la exigencia de derechos, los procesos constituyentes, el papel de la policía o del ejército o el comportamiento de los medios de comunicación cuando los intereses de los poderosos se ven desafiados.
Con todas estas salvedades hechas, claro que se pueden sacar enseñanzas de la manera en que América Latina entró y salió de la fase neoliberal de la que ayer se benefició el norte (y que hoy sufre cuando la lógica capitalista ha hecho del territorio europeo un lugar de garantía de la tasa de ganancia empresarial que tiene más dificultades para realizarse en otros lugares del mundo). La lógica neoliberal es idéntica en todos sitios, si bien no se va a aplicar de la misma manera en todos los rincones del planeta. De la misma manera que en todos lados cobra contornos parecidos la crisis del Estado nacional (desafiado por la globalización) y los problemas ligados a la modernidad (en especial el eurocentrismo, el machismo, el productivismo y la confianza ciega en la idea de progreso que tan contraria es al respeto medioambiental). Pero no se van a expresar de la misma manera en todos sitios. Es conocida la conversación entre Margaret Thatcher y Augusto Pinochet donde la primera ministra inglesa le respondía al dictador chileno que pareciéndole muy apropiadas las decisiones tomadas tras el golpe contra Salvador Allende con la izquierda política y sindical, ella no podía hacer lo mismo en Inglaterra al ser diferentes las condiciones sociales, políticas y constitucionales (aunque cuando vemos que en España se vuelve a encarcelar a trabajadores por defender el derecho a la huelga, debemos entender el retroceso que está sufriendo la democracia en el continente europeo).
Hay al menos cinco enseñanzas que la izquierda europea debiera aprender de la izquierda latinoamericana.
1. La construcción de un nuevo sujeto político y un nuevo marco ideológico
El encarcelamiento, represión y prohibición de los partidos políticos de la izquierda en América Latina (especialmente de los más fuertes en todos los países que sufrieron procesos autoritarios, incluso bajo situaciones formalmente democráticas, como fue el caso de Venezuela), obligaron a buscar otros sujetos para enfrentar los ataques a la democracia. De la misma manera, lo que se llama “cartelización de los partidos políticos” y su conversión en empresas políticas señalaba el agotamiento de la democracia representativa para, efectivamente, representar a la ciudadanía. De esta manera surgieron sujetos plurales ajenos a las discusiones tradicionales en la izquierda acerca del papel a desempeñar por el reformismo, la revolución o la rebeldía. Apareció en el lugar tradicional del “proletariado” el “pobretariado” (en expresión del brasileño Frei Betto). Los indígenas pudieron emerger como actor político (véase el caso de México o Bolivia), al igual que las mujeres, los movimientos sociales o los militares. La propia pluralidad del Foro Social Mundial, nacido en Porto Alegre en 2001, era una señal de la nueva configuración política que empezaba a desplegarse por el continente a partir de la victoria de Chávez en 1998. El discurso “izquierda-derecha” dejaba paso a una discusión “arriba-abajo” de mayor capacidad de inclusión. ¿A qué espera Europa para poner en marcha su Foro Social Mediterráneo o de los países del Sur?
2. La puesta en marcha de procesos constituyentes participados popularmente
Ni la fase postneoliberal (puesta en marcha en Brasil, Argentina, Uruguay o, de manera más tímida, en Chile) ni la fase postcapitalista (intentada inicialmente en Venezuela, Bolivia o Ecuador, aunque sus resultados sean más bien magros en esa dirección) eran posibles sin unas nuevas reglas del juego. Estas pasan de manera clara o bien por un proceso constituyente que establezca la superación del modelo (que siempre será gradual y más moderado que radical) o por decisiones claras en el ámbito de la justicia, la propiedad de los hidrocarburos y las riquezas nacionales y el comportamiento de los medios de comunicación. Si las principales fuentes de riqueza están al margen de la gestión pública no son posibles los procesos de distribución de la renta (nótese que ni siquiera hablamos de “redistribución” de la renta). Sin una justicia que aplique los elementos de justicia social que siempre incluyen las constituciones es imposible ir más allá del gobierno de las oligarquías. Si los medios de comunicación imponen la hegemonía de esas oligarquías rompiendo todas las reglas deontológicas con el fin de provocar una salida violenta del gobierno de las fuerzas de cambio, es imposible mantener el apoyo de las mayorías. Jueces imparciales, medios de comunicación democráticos y capacidad fiscal y económica del gobierno son garantías para que no se posea únicamente el “poder” estatal al tiempo que se carece del poder real. O un proceso constituyente que garantice esos ámbitos.
3. Democracia participativa
La frase “sólo el pueblo salva al pueblo” no es solamente un mantra movimentista. Se trata de implicar a las mayorías sociales en la solución de sus propios problemas, rompiendo con la lógica de delegación propia de la democracia representativa. Eso implica crear instancias de deliberación y decisión populares que salgan de la lógica burocrática de los partidos políticos. Pero como bien ha expresado el vicepresidente boliviano García Linera, el experimentalismo democrático no es posible si se carece del aparato del Estado, pues es la garantía de, en caso de fracasar los experimentos, no pagarse un precio demasiado alto que cierre la posibilidad de la transformación.
4. Apuesta decidida por los derechos sociales y por el mundo del trabajo
El apoyo electoral a la izquierda latinoamericana no va a ningún lado si las mayorías no experimentan mejorías en sus condiciones de vida. En Venezuela, Brasil, Bolivia, Ecuador y Argentina los éxitos en sacar a millones de personas de la pobreza es garantía del posterior apoyo electoral. Aunque no hay que caer en la tentación de pensar fórmulas fáciles de “importación” de modelos. Hay más socialismo en la seguridad social de corte europeo –que es fruto de cien años de luchas obreras y ciudadanas exitosas– que en todas las misiones venezolanas, esenciales para rebajar a la mitad las tasas de pobreza y llevar educación, sanidad, vivienda y alimento a las mayorías empobrecidas pero que hay que pensar en el contexto de un Estado débil y en el ámbito americano sometido a las presiones del imperialismo norteamericano, del comportamiento excluyente de las élites y de la debilidad de la esfera pública en el conjunto del continente latinoamericano.
5. Nuevas alianzas continentales y mundiales regidas por otros principios
El presidente Chávez entendió que era imposible la democracia en un solo país, de manera que buscó el desarrollo de democracias soberanas en todo el continente. De la misma manera, cambió la Organización de Estados Americanos, controlada por EEUU, por la UNASURi y la CELACii, donde por vez primera los países del sur eran soberanos. Igualmente desarrolló el ALBAiii y están en proceso de hacer del MERCOSURiv algo más que un ámbito de intercambio mercantil. Esto debiera servir en Europa para pensar fórmulas que revirtieran el modelo neoliberal impulsado desde el Acta Única (1986) y el Tratado de Maastricht (1992), pensando en formas de unión de los países del Sur y, al tiempo, pensando en alianzas mundiales que rompan la dependencia de la OTAN y EEUU.
Estos asuntos no agotan el aprendizaje que la izquierda europea puede sacar de la experiencia latinoamericana pero, es evidente, que sirven, por la función de espejo que significan, para darnos cuenta del agujero histórico en el que estamos en el viejo continente.
Notas
1 Unión de Naciones Suramericanas.
2 Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños.
3 Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América.
4 Mercado Común del Sur.
Segunda ronda: Mike González Respuesta a Juan Carlos Monedero
Es alentadora la coincidencia en muchas cosas que tenemos. Innegable ese fenómeno de la ‘macdonalización’ del mundo, si dondequiera que uno vaya la gran ‘M’ te sigue como una maldición. La globalización de la economía, pero además de la cultura, la experiencia social, los patrones de consumo y sus implicaciones son elementos comunes.
En mi colaboración quería hacer hincapié, sin embargo, en las particularidades de las sociedades, un poco para contrarrestar la sensación que mucha gente expresa de una u otra forma de que el capitalismo global lo acapara todo, penetra hasta en nuestras vidas más íntimas, nos desarma y apacigua. Lo uniforme de un mundo donde hay un Burger King en cada esquina (para variar las marcas) nos podría hacer pensar que la contradicción fundamental, aquella lucha de clases, se ha resuelto –y que lo que queda es una diferencia cuantitativa: tener más o menos.
Por eso yo cuestionaría el concepto del “pobretariado”. En los debates de la década pasada creo que existía el peligro de caer en definiciones sociológicas del sujeto global –“multitudes”, “precariado”, etc.– en vez de caracterizaciones políticas. Pero es esta última la que permite desarrollar instrumentos de lucha, basados en la fuerza de estos sectores. Es decir, “proletariado” se refería no solamente a una ubicación social sino a un papel esencial en la reproducción del capital, aunque este papel cambiara mil veces de apariencia y comportamiento –del mono a la bata blanca, de la fábrica a la oficina virtual, por ejemplo.
Creo, con Juan Carlos, que el Foro Social Mundial desempeñó un papel importantísimo en el proceso de definir el nuevo sujeto. Tuve el privilegio de asistir tres veces y era imposible evitar la sensación de que allí pasaba algo trascendente, empezando por el hecho de que en Porto Alegre se reunían comunidades y organizaciones que hasta entonces nunca se habían encontrado en un acto político –y en términos de igualdad. Sin embargo, el Foro descartaba explícitamente la política –aun si en el acto de clausura en 2005 se izaba la bandera “Otro mundo es posible” con una tela añadida que decía “pero sólo bajo el socialismo”. Fue una inspiración para Europa, justo en el momento en que, a pesar de la resistencia global, el imperialismo había logrado destruir Irak. Y además no era una simple consigna, era una referencia clara a nuevas prácticas políticas, cuya importancia radicaba en que se podían aplicar a los distintos sectores de la lucha y a la lucha en general.
Ese era el momento de ahondar en lo que se entendía por “el socialismo del siglo XXI”. Aun si el proceso político debía pasar por la etapa de establecer soberanía, control nacional sobre los hidrocarburos y los recursos minerales y la redistribución del ingreso, ¿hacia dónde iba dirigido a la larga? Aquí yo haría eco de los comentarios de Juan Carlos sobre el “proceso constituyente”. Es una experiencia que todas y todos debemos procesar y repensar a fondo. La ocupación de la nueva izquierda de los palacios presidenciales indudablemente representaba un salto hacia la independencia.
Pero, si como García Linera comenta en sus varios escritos y discursos, había que pasar por esa etapa ¿cuál era la garantía de que ella diera lugar a una fase socialista? Porque hemos visto como, en muy poco tiempo, los gobiernos de Bolivia, Ecuador, Venezuela y Cuba tuvieron que buscar un lugar –un nuevo lugar por cierto– en el comercio capitalista global. Y ante las presiones de los nuevos compañeros de viaje –China, Rusia, Irán– se ha presenciado una sutil redefinición del proyecto del socialismo del siglo XXI en capitalismo de Estado con algunas nuevas variantes. Y lamentablemente, eso ha tenido una consecuencia siniestra: la criminalización de la protesta, contradiciendo los proyectos democráticos que los llevaron al poder.
Aquí es donde cobra su importancia lo que hemos llamado el proceso constituyente. Su tarea no es simplemente escribir constituciones. La constituyente, cobre la forma que cobre, es una expresión de la “imbricación de las mayorías populares en la solución de sus propios problemas, rompiendo con la lógica de delegación de la democracia representativa” (como dice Juan Carlos). Sus formas pueden variar, según la historia y cultura de cada sociedad, pero lo fundamental es que tenga absoluta independencia del Estado y un papel de vigilancia y crítica ante sus acciones. No puede tener representación permanente, ni exclusiones. En la asamblea para escribir la nueva constitución boliviana, por ejemplo, se impuso la regla de que todas y todos los delegados debían pertenecer a partidos políticos –excluyendo de esa manera a movimientos indígenas, comunales, etc. La constituyente puede en un momento ser asamblea nacional con delegados, en otro momento funcionar a nivel local, planteándose cuestiones que tengan que ver con el comportamiento del Estado, pero también creando espacios para enfrentar cuestiones como el machismo, el racismo, el medioambiente, el buen vivir.
Al mismo tiempo, la política, e inclusive los partidos políticos, deben tener el derecho de participar activamente. Desde luego hablar de política, en este nuevo contexto, rebasaría temas de ganar escaños o direcciones sindicales para plantearse qué tipo de sociedad queremos, cómo debían ser las relaciones humanas en una sociedad justa, cómo se realiza el buen vivir. Pero tarde o temprano eso nos enfrentará con el problema del poder, del Estado nacional que funciona al interior de un sistema internacional capitalista. Su transformación, por desgracia, sigue siendo la condición de una verdadera revolución, y habrá que prepararse para esto. Y más allá del internacionalismo concebido como la relación entre Estados, está aquel otro internacionalismo de base. Mientras el ALBA pueda servir como plataforma e instrumento de negociación en el mundo actual, Chávez siempre hablaba de la solidaridad como su motor fundamental. No se ha avanzado mucho más allá de la retórica en esa materia –pero un proceso constituyente partiría de allí.
Surgirán propuestas políticas no asociadas solamente con tomar el relevo del poder sino de ahondar en el proceso de transformación de todos y todas al luchar por el cambio en todos los niveles. Marx decía que la revolución es la coincidencia de la transformación del ser y la transformación de las circunstancias. Las dos van de la mano. En eso estamos.
Juan Carlos Monedero Respuesta a Mike González
La queja de Lenin a Kautsky en 1920 recordándole que los bolcheviques se habían hecho con el poder del Estado pero no con el poder real aún resuena en cualquier lugar donde las clases subalternas quieran revertir quinientos años de dominación capitalista y doscientos años de dominación política sobre la base de la democracia representativa liberal. Puede tenerse acceso al poder del Estado, pero las oligarquías siguen teniendo los medios de comunicación, el dinero, los jueces, los militares, las relaciones internacionales, los funcionarios, las universidades, la iglesia. Y siempre –siempre– el apoyo de las potencias hegemónicas que van a toda costa evitar el contagio de un poder popular que ponga en riesgo todos esos poderes concentrados en unas minorías.
En 1871, cuando estalló la Comuna de París, Bismarck decidió soltar a los soldados franceses presos para que pudieran combatir a los comuneros. En su lectura, eran más peligrosos quienes reclamaban “asaltar los cielos”, hacer revocatorios de mandatos, garantizar los bienes comunes, frenar el poder de la iglesia o echar a los reyes y a los banqueros que los sostenían, que los soldados que combatían por la burguesía de otro país. Alemania tuvo más miedo al contagio y decidió suspender la lógica de la guerra para ayudar a su un día antes enemigo a que combatiera a los insurrectos.
Este escenario –que en el siglo XIX determinó la discusión acerca de la lucha de clases– estuvo muy presente en la URSS y terminó justificando el estalinismo. En los gobiernos de cambio en América Latina, la lucha por la crítica, por la existencia de facciones, por la autogestión, por medios de comunicación que confrontaran, incluso desde el sector público, la tarea de los gobiernos, es una necesidad raramente cumplida. Desde que Chávez ganó las elecciones de 1998, los poderes tradicionales tanto venezolanos como latinoamericanos, estadounidenses y europeos empezaron a conspirar para desoír el resultado. En Venezuela se probaron todas las estrategias que habían resultado exitosas en otros lugares durante el siglo XX: desabastecimiento, huelgas, cierre patronal, manifestaciones, lucha callejera, intentos de inhabilitación jurídica, incitación al odio en los medios, magnicidio, golpe de estado por las fuerzas armadas. Y de todas resultó victoriosa.
Pero el comportamiento golpista de la oposición –como en tantos otros sitios en el continente– terminó enrocando al gobierno y haciéndose impermeable a las críticas. La universidad, los medios de comunicación y la oposición parlamentaria tienen como función construir una esfera pública virtuosa. Pero al entregarse a la mera desestabilización, incumplen su función y pasan a ser parte de las nuevas formas de golpismo que tienen una importante baza previa en la deslegitimación de los gobiernos.
Este comportamiento terminó por equiparar a todas las críticas como si provinieran de un mismo ánimo desestabilizador. Y eso ha debilitado mucho a los gobiernos de la izquierda latinoamericana. El primero, Cuba, pero después todos los países que no han asumido que la crítica es el oxígeno que alimenta los procesos de cambio y que revitaliza la savia revolucionaria de la ciudadanía (mientras que el ahogamiento de la crítica genera el resultado contrario).
Todos los gobiernos de cambio en América Latina durante los últimos diez años han cosechado enormes resultados en la lucha contra la pobreza. Han sacado a millones de personas de situaciones terribles de postración económica. Han ascendido en los índices de desarrollo humano de Naciones Unidas gracias, sobre todo, al gasto social desplegado en sanidad, educación, vivienda, alimentación, etc. Pero su agenda “postneoliberal” no ha pasado de ser eso. Dicho en otros términos, no han desarrollado una agenda genuinamente socialista, teniendo siempre abierta la posibilidad de, al no haber desterrado de manera definitiva las amenazas neoliberales, volver a caer en los mismos vicios de los noventas que cometieron los gobiernos a los que vinieron a sustituir. Los gobiernos de la izquierda latinoamericana han distribuido la renta, pero no la han redistribuido, pues los ricos cada vez son más ricos, pese a que se ha sacado a mucha gente de la pobreza.
Hacer una agenda socialista habiéndose asumido que la vía al poder es electoral (y no la lucha armada) detiene la posibilidad de hacer planes a medio y largo plazo que no reciban apoyo electoral en el corto. La única manera de que los gobiernos de la izquierda, urgidos por la necesidad de recursos, no caigan en esa trampa (por ejemplo, haciendo políticas extractivistas que resuciten la trampa de la dependencia de la exportación de recursos energéticos sin ningún valor añadido) pasa por mantener la tensión popular de manera que sea el propio pueblo, en su conjunto, quien reclame otro modelo. Y eso no es nada sencillo.
La única manera de no fracasar, en cualquier caso, pasa por construir un doble vector. Por un lado, un vector representativo que arme un Estado fuerte (no olvidemos que el neoliberalismo desmontó el Estado social desde el propio aparato del Estado). Ese vector hay que controlarlo con transparencia, limitación de mandatos, referéndum revocatorio y un tejido social denso y vivo. Al mismo tiempo, hay que armar un vector experimental, asambleario, horizontal, autogestionado que solvente los problemas históricos ligados a la forma estado. Los estados modernos, como bien vieron Marx y Engels, tienen el problema de que son “representativos”, es decir, que unos pocos siempre van a representar al conjunto. Y eso genera el riesgo, incluso en el mejor de los casos –donde haya una voluntad realmente democrática–, de que una minoría termine sustituyendo al conjunto y, por la propia estructura representativa del Estado, acabe siendo rehén de las oligarquías que tienen más facilidad para representarse a sí mismas (al Estado siempre le es más fácil reunirse con poca gente que con mucha).
Los gobiernos de la izquierda latinoamericana para poder llevar a cabo su tarea necesitan tener una base económica que sólo puede obtenerse bien por el control público de las riquezas nacionales –algo evidente en el caso de hidrocarburos, pero también de otros tipos de bienes– o por una base fiscal que cobre impuestos a los detentadores de la riqueza. El fracaso en la construcción de una base económica para llevar a cabo las transformaciones sociales implica caer, tarde o temprano, en las redes neoliberales, bien en forma de recursos en el FMI, en el Banco Mundial o en sectores financieros internacionales, Tratados de libre comercio, insistencia en el extractivismo, endeudamiento con países que demanden materias primas (es evidente el caso de China) o incrementos del déficit público y de la deuda pública que no sean manejables. En conclusión, la verdadera vacuna para poder superar el marco neoliberal pasa por sacar la conciencia neoliberal de las cabezas de la ciudadanía. Esa fue, principalmente, la tarea que se marcó el Presidente Chávez en Venezuela. Pero esa tarea reclama los lapsos de dos generaciones. Y ese tiempo no siempre se tiene.
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