- La política de Estados Unidos hacia América Latina está en piloto automático, en gran medida por los poderosos intereses que las burocracias militares y de la DEA han solidificado durante décadas.
Esta es una de las causas de que la Casa Blanca haga “oídos sordos” al “clamor” de gobiernos democráticos y de la sociedad civil de la región por un relacionamiento diferente, asegura el informe “Hora de Escuchar“, publicado este miércoles 18 por la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) y otros dos centros de pensamiento.
Si bien la ayuda militar y de seguridad de Estados Unidos a la región viene cayendo desde 2010, las cantidades en dólares pueden resultar engañosas, según uno de los coautores del informe, Adam Isacson, analista de la WOLA y experto en Colombia.
Aunque los grandes paquetes de asistencia, como el Plan Colombia antiinsurgente y antidrogas, se reducen o llegan a su fin, “están en ascenso otras formas menos transparentes de cooperación entre fuerzas militares”, explicó Isacson.
Ayuda oficial cae en picada
En 2010, los montos de la ayuda estadounidense a América Latina tocaron su punto más alto en más de dos décadas, casi 4.500 millones de dólares, por los desembolsos de la Iniciativa Mérida para México y América Central y por el mayor flujo de asistencia para la recuperación de Haití tras su devastador terremoto.
Pero en 2011, la ayuda se redujo de forma drástica a solo 2.500 millones y se espera que para el año fiscal 2014, que comienza el 1 de octubre, no sume más de 2.200 millones, señala el informe.
La asistencia militar y de seguridad también tuvo su pico en 2010, con 1.600 millones de dólares. Pero desde entonces ha declinado a unos 900 millones anuales, en gran medida por el final del Plan Colombia y de la Iniciativa Mérida.
América Central es la única subregión en la cual la ayuda en general se está incrementando.
Esto obedece en parte a que la administración de muchos programas ha migrado del Departamento de Estado (cancillería), que tiene normas de derechos humanos más estrictas, al Pentágono.
Asimismo las Fuerzas de Operaciones Especiales –unidades de elite como los Boinas Verde del ejército o los grupos Mar, Aire y Tierra de la armada (SEAL)— están realizando más entrenamiento a efectivos latinoamericanos y caribeños, a raíz de su retiro de Iraq y su reducción paulatina en Afganistán.
En la última década, estos grupos se multiplicaron por más de dos y ahora suman unos 65.000 efectivos.
Su comandante, el almirante William McRaven –responsable de la acción que acabó con la muerte de Osama bin Laden— se ha mostrado especialmente agresivo buscando misiones para sus tropas en nuevos teatros de operaciones, incluso en América Latina y el Caribe, donde están entrenando a miles de sus pares.
“Usted puede entrenar a mucha gente por lo que cuesta un helicóptero”, dijo Isacson a IPS.
Esta mayor inversión en operaciones especiales forma parte de una estrategia más amplia del Pentágono (Departamento de Defensa), que consiste en mantener una presencia de “bajo impacto” en todo el mundo, reforzando su influencia en las instituciones militares locales.
Pero el Pentágono es mucho menos transparente que el Departamento de Estado y es frecuente que sus programas no estén sujetos a las mismas exigencias de derechos humanos ni al mismo grado de control parlamentario que los de la cancillería.
Más aun, McRaven ha intentado obtener la potestad de desplegar fuerzas especiales en distintos países sin consultar con los embajadores estadounidenses ante esos gobiernos y ni siquiera con el Comando Sur de Estados Unidos.
Si lo lograra, sería más difícil rastrear lo que hacen estas unidades de elite y saber si trabajan con fuerzas locales cuyos malos antecedentes en derechos humanos harían imposible que recibieran ayuda o entrenamiento estadounidense, según lo que prevé la llamada ley Leahy.
Según Isacson, el comando de McRaven intentó este verano boreal sellar un acuerdo con Colombia para establecer en ese país un centro de coordinación de operaciones especiales regionales, sin consultar al Comando Sur ni a la embajada en Bogotá.
“Estos hechos significan que el papel militar en la elaboración de la política exterior se está haciendo mayor y que las relaciones entre fuerzas militares empiezan a importar más que las diplomáticas”, añadió el analista.
De acuerdo al informe, otra tendencia preocupante es que algunos países, en especial Colombia, han comenzado a entrenar a fuerzas militares y policiales vecinas, y es frecuente que detrás de estas acciones haya aliento y financiación de Estados Unidos.
Pese a que los militares colombianos tienen antecedentes muy polémicos en materia de respeto a los derechos humanos, a oficiales de ese país se les asignaron papeles importantes en políticas destinadas a frenar delitos transfronterizos y narcotráfico, como la Iniciativa Regional de Seguridad para América Central, la Iniciativa Mérida y la reforma policial en Honduras, señala el informe.
Las nuevas tecnologías de seguridad, los drones (aviones no tripulados) y el ciberespionaje –como el que causó la abrupta cancelación de la visita a Washington de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff— entrañan nuevos y grandes riesgos para el clima político y las libertades civiles de la región, añade el reporte.
A estos fenómenos se suma la persistencia de la “guerra a las drogas” de Washington, inmune a los cada vez más ruidosos reclamos de cambio formulados por presidentes y expresidentes, la Organización de los Estados Americanos y la sociedad civil organizada de la región.
Las burocracias de la DEA (agencia antidrogas de Estados Unidos) “son notablemente resistentes al cambio y renuentes a repensar y reevaluar sus objetivos y estrategias”, dijo a IPS la coautora Lisa Haugaard, directora del Grupo de Trabajo para Asuntos Latinoamericanos.
Consultado por IPS, el historiador Carlos Medina Gallego, del Grupo de Seguridad y Defensa de la Universidad Nacional de Colombia, fue más lejos.
Hay denuncias de un “plan B” a la guerra oficial contra las drogas que opera sobre los territorios y los países productores y es desarrollado por “mercenarios”, sostuvo Medina Gallego.
Más allá de los acuerdos oficiales de Bogotá con agencias antidrogas y fuerzas especiales de Estados Unidos, hay unos “criterios” de que esos acuerdos se acompañen de “acciones de mercenarios y contratistas que operan bajo determinadas características y regulaciones propias, con autonomía, en acciones contra el narcotráfico”, dijo.
“Esto hace parte de una estrategia integral en la que se combinan acciones formales y otras que se realizan en encubierto y que buscan alcanzar objetivos importantes”, aseveró. Pero “en materia de derechos humanos, resultan profundamente violatorias y ningún acuerdo podría contemplarlas”.
Como los informes muestran que “la guerra antidrogas no ha sido exitosa, más allá de comprometer territorios, poblaciones, ambiente y fumigaciones”, hay grandes dificultades para justificar presupuestos e inversiones, apuntó.
Por eso se busca, “por la vía encubierta propia de los mercados mercenarios, desarrollar acciones de capacitación y de acción directa, que se van llevando por delante gran parte de las garantías de derechos humanos, pero también la institucionalidad”.
Con aporte de Constanza Vieira (Bogotá).
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