sábado, 29 de julio de 2023

La muerte de Guzmán Blanco y el Cementerio…


Por Luis Carlucho Martín 

El 28 de julio de 1899, con 70, bien vividos, años encima, muere en París, Francia, el hijo de Antonio Leocadio y Carlota, el Ilustre Americano, “triexpresidente” de Venezuela, Antonio Guzmán Blanco, el afrancesado político criollo, responsable en gran medida del inicio de la modernización venezolana, gracias al impulso de obras arquitectónicas, teatros, iglesias, monumentos y otras huellas de cemento y concreto, siempre al mejor estilo de la Ciudad Luz. En días del primero de sus tres períodos presidenciales –1870-77; 79-84 y 86-88, a lo que se suman cuatro ñapas en las que mandó a su antojo a través de gobiernos títeres–, en contra de lo aprobado por mandatos eclesiásticos, prohibió los entierros en iglesias y otras zonas permitidas por el clero. Es así como a raíz de la compra de una gran hacienda caraqueña le da vida al Cementerio General del Sur. 

Quizá no sea su obra cumbre, pero vamos con esta crónica que une la fecha luctuosa con el sitio del reposo eterno de tantas almas de aquellos y estos días…aunque con el avance del modernismo muchos espíritus han rondado esos sitios y prefieren acciones más apegadas a lo práctico, a lo dinámico. Nació la cremación y es así como muchos fantasmas caraqueños han perdido la oportunidad de dormir su sueño eterno en ese museo al aire libre que fue desde sus inicios el camposanto capitalino. Acá un poco de esas aventuras extraterrenales. Y como es un cuento se los cuento…


Adiós a los entierros 

Qué afortunadas resultaron las almas del músico de la banda marcial de Caracas, Bonifacio Flores; del general Guillermo Goiticoa y del guayanés (que vino a morirse tan lejos) José Conrado, quienes ese día fueron tendencia noticiosa por ser los únicos tres difuntos que recibieron cristiana sepultura el 10 de julio de 1876, en el marco de la inauguración oficial del Cementerio General del Sur, en el penúltimo año del primer mandato de Antonio Guzmán Blanco.

¿Cómo que afortunados, si abandonaron esta vida?, se preguntarán ustedes. Pues sí, aunque suene dicotómico o paradójico, ese trío de ánimas no tendría que andar por allí en pena, porque estaban estrenando el camposanto que en poco tiempo sería referencia del potencial escultórico y artístico, cual museo a cielo abierto, luego decretado Patrimonio Histórico y Artístico de Caracas.

El presidente Guzmán Blanco había prohibido los entierros en los patios de iglesias y conventos, como lo permitía la tradición eclesiástica. Por ello construyó la moderna necrópolis capitalina, que fue abierta al público --en los antiguos terrenos de la Hacienda Tierra de Jugo-- cinco días antes del deceso de aquel trío inaugural, en fecha conmemorativa del acta de Independencia y en coincidencia con la primera exhumación del Libertador, en su paso previo al Panteón Nacional.


Entierros en el sur: un caché

Cuenta la leyenda que, en noches solas, oscuras y quizás hasta aburridas, estos nuevos espectros saldrían a regodearse con la estética de la alta cultura, en medio de excelsas obras acabadas en mármol, granito y bronce, producto de las genialidades del italiano Emilio Gariboldi o de otros artistas franceses y españoles, que junto a escultores venezolanos se lucieron en mausoleos y monumentos con su arte funerario.

Visto así (aunque muerto es muerto, y supuestamente entre ellos no hay diferencias, como canta Orlando Watusi, en “Las calaveras todas blancas son”), ni de vaina era lo mismo sepultar esos cadáveres inaugurales en el cementerito de mi Calabozo natal o de mi amado San Juan de Los Cayos, que brindarles descanso eterno en el nuevo recinto del sur capitalino, ornado con obras de reconocimiento internacional.

Era un caché para las familias sepultar a sus difuntos cerca de los monumentos más relevantes. Un asunto de cultura y de chismes. Además, los visitantes mitigaban su aflicción ante la pérdida, al disfrutar de tan majestuosas obras. Una vaina loca, pero moda es moda.

Con el crecimiento voraz de esta moderna metrópolis, las cosas fueron cambiando, y aunque el del Sur siguió considerándose uno de los cementerios mejor flanqueados con obras extraordinarias desde lo artístico y lo estético, otros fenómenos fueron apareciendo, como la inseguridad; y más adelante la bendita libertad de cultos le dio rienda suelta a una serie de prácticas casi trogloditas por lo que el caraqueño emprendió la búsqueda de nuevos destinos para el reposo eterno de sus deudos.


¿Artes post mortem o seguridad?

A ese ritmo desbordado, de evidente irrespeto por el dolor ajeno, de reinado del hampa y de las nuevas creencias, “ni siquiera los muertos se salvan”, diría cualquier sociólogo acucioso.

Caracas siguió en ascenso con su anárquica explosión demográfica y demandando más espacios para el descanso de sus difuntos. Así nació así el Cementerio del Este (1968), el del Junquito, al igual que los Jardines de El Cercado. La gente empezó a sacar sus cuentas. “En el Sur ni de vaina”, diría la mayoría. Atrás quedaron las visitas a sus muertos porque el hampa los azotaba, por las impagables cuotas de los terrenos y por aberraciones seudorreligiosas que por petición de espíritus superiores practican la profanación para culminar con éxito algunos hechizos. Qué locura.

Ante tan detestable realidad aumentó la migración mortuoria hacia los nuevos cementerios –algo así como la diáspora del más allá–, que en vez de bellas artes ofrecían el verdor de su perfecto engramado, el silencio de sus soledades y una estricta calma como garantía para el requerido reposo de sus cadáveres. Pero –siempre hay un pero– el hampa, sus nuevas tendencias y su inteligencia, también extendió sus tentáculos hasta esos espacios privados.

Otros elementos: Los altos costos de las exequias –sea quien sea el muerto–.  Ningún seguro los cubre. Nadie tiene real sino para medio comer, por lo que comprar terrenos en cementerios y el mantenimiento de condominios de cadáveres resulta un capítulo digno del realismo mágico.

Ante estas inobjetables realidades cobra fuerza una novedosa manera de darle un adiós definitivo a los finados: la cremación, que no es más que un velorio, donde el cuerpo del difunto sale, en un par de horas aproximadamente, hecho polvo, tal como lo anunció, miles de años antes, la Santa Biblia: “Polvo eres y …”

De esta manera disminuye el ritual casi sadomasoquista de las visitas dominicales a los cementerios, así como el riesgo de atracos, y se ahorra un dineral porque no hay que pagar flores, ni jardineros, ni otras ofertas que hacen los insensibles magnates de la industria fúnebre.

Por tan complejos pero reales motivos, desde hace cierto tiempo, se impone el crematorio so riesgo de privar por secula seculorem a las achicharradas almas del disfrute pleno de la rica cultura ultratumba que brindan las obras finamente expuestas en el camposanto del Sur.

Ahora diga usted, ¿fueron o no afortunados aquellos muertos primerizos? ¡He dicho!

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