El cocuy venezolano no se bebe: se respeta, se celebra, se infla el pecho con él. Se sirve en vasito pequeño, como quien ofrece un secreto bien guardado, y se toma despacito, como quien escucha un cuento viejo que todavía arde. Es fuego de monte, sudor de penca, alma fermentada de los abuelos que no se dejaron quitar ni la tierra ni la risa.
Uno no se tropieza con el cocuy por casualidad. El cocuy te encuentra. Te llega en una fiesta patronal, en un velorio con tambora, en una conversa de madrugada donde alguien dice: “Esto cura todo menos la mala intención.” Y tú, que venías con el corazón medio desinflado, te lo tomas y sientes que te vuelve el alma al cuerpo con un jalón de oreja y un abrazo.
Tiene ese sabor que no se explica, pero se respeta. Pica, sí. Pero no como el ají. Pica como la verdad dicha sin anestesia. Como el regaño de la tía que te quiere. Como el primer beso que uno no se esperaba pero se agradece. El cocuy no es suave, ni pretende serlo. Es sincero, como la gente de Falcón que lo destila con paciencia, con orgullo y con una terquedad hermosa. “Si no arde, no es cocuy, y si no raspa, no cura ni el susto.”
Cocuy sin historia, es agua con pretensiones. Y es que el cocuy es terco. Lo prohibieron, lo escondieron, lo llamaron “guarapo de monte”, como si eso fuera insulto. Pero él siguió ahí, en botellas sin etiqueta, en cocinas humildes, en cuentos de fogón. Hoy, con su Denominación de Origen y todo, se pasea por ferias gourmet como quien dice: “Yo siempre estuve aquí, lo que pasa es que ustedes no sabían mirar.” Y lo dice con el pecho inflado y el vaso en alto, como quien sabe que el monte también tiene elegancia.
Tiene magia, sí. Porque emborracha si te pasas de maracas, pero también cura. Lo usan para el dolor de muela, para el susto, para el empacho, para el despecho. El cocuy no borra penas, pero las pone a bailar. Si el cocuy no lo arregla, es que no tiene arreglo. Y si no cura, al menos acompaña. Porque hay dolores que no se quitan, pero se llevan mejor con un traguito y una buena conversa.
Cocuy en la mesa, alegría en la casa. Porque donde hay cocuy, hay cuento. Y si uno se pone filosófico —como suele pasar después del segundo trago— uno se da cuenta de que el cocuy es símbolo. Es memoria, es alegría que no se deja apagar. Es el tipo de bebida que no se toma solo: se comparte. Se brinda por los que están, por los que se fueron, por los que vendrán. Se brinda por la vida, aunque esté medio rota. Porque mientras haya cocuy, hay ganas de seguir bailando. Cocuy compartido, pena dividida. Con cocuy y amigos, no hay noche que duela. Cocuy en la boca, verdad en el pecho.”
La viuda lo toma para olvidar, pero termina cantando, el cura lo bendice sin que lo vean, la abuela lo guarda como si fuera agua bendita. El cocuy tiene cuentos, tiene refranes, tiene leyendas. El cocuy es esa Venezuela que pica y regaña, pero que abraza con fuerza y sin pedir permiso. Es país en estado líquido: terco, sabroso, ardiente, con carácter y con alma. Es la abuela que te da cocuy para el empacho y luego te canta un bolero. Es el compadre que te regaña por llorar, pero te sirve otro trago “pa’ que no te ahogues solo”. Es tambor, es monte, es refrán con picardía. Es esa tierra que no se rinde, que se ríe con los ojos mojados, que convierte el dolor en cuento y el cuento en brindis. Cocuy en la sangre, patria en el alma. Donde hay cocuy, hay ganas. Hay memoria, hay fiesta, hay ganas de seguir bailando aunque duelan los callos. El cocuy no solo se toma: se fiestea. Se canta, se llora, se celebra. Y cada sorbo es un abrazo con sabor a Venezuela.
Ahora el cocuy cruzó las fronteras, como quien se pone zapatos nuevos para ir a conquistar el mundo. Ya no se esconde en frascos reciclados ni se vende por debajo de la mesa: ahora se luce en botellas bonitas, tan bonitas como es Venezuela. Con etiquetas que cuentan historias, con diseños que parecen cantos de penca y tambor, el cocuy se pasea por estanterías internacionales como quien dice “aquí estoy, con mi monte, mi magia y mi picardía”. Y cada botella lleva dentro no sólo licor, sino recuerdos, familia, orgullo y fiesta. Porque el cocuy no es moda: es raíz. Y donde llega, deja huella. Porque si algo sabe hacer el cocuy, es inflar el pecho y decir con sabor: “Soy Venezuela, y vengo con abrazo incluido.”
soledadmorillobelloso@gmail.com
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