Roberto Ramírez Basterrechea*
Hace poco recibí un artículo de una amiga que me pareció interesante, titulado "Guerra Civil Mental" de Rory Branker. En él, se abordaba el concepto de una guerra civil mental que atraviesa Venezuela, una batalla silenciosa pero devastadora que no utiliza armas convencionales, sino herramientas mucho más sutiles: el miedo, la manipulación y la polarización. Al leerlo, no pude evitar pensar que este análisis, aunque certero, podía complementarse con una mirada más amplia que incluyera el rol fundamental que juega la clase parasitaria, esa casta enquistada en el poder que ha perfeccionado el arte de saquear los recursos materiales y emocionales de una nación entera.
En el núcleo de esta guerra mental se encuentra una estructura de poder que trasciende gobiernos y partidos políticos. Esta clase parasitaria, invisible a simple vista pero omnipresente, ha diseñado un sistema donde el control de las emociones es tan importante como el control de los recursos económicos. No necesitan un ejército ni un aparato represivo constante; su verdadero poder radica en su capacidad para manipular percepciones, sembrar miedo y mantener a la población en un estado permanente de incertidumbre. Han logrado algo que Maquiavelo jamás habría podido imaginar: convertir el sufrimiento colectivo en una herramienta de control político y económico. En este sistema, la polarización no es un efecto colateral, sino el corazón mismo de la estrategia.
La polarización no solo divide a la sociedad entre izquierda y derecha, entre gobierno y oposición. Su objetivo va mucho más allá: anula psicológicamente cualquier opinión o participación en el debate político. Si alguien levanta la voz, es rápidamente etiquetado como parte de un bando u otro. Si no encaja en uno, lo arrastran al otro. Este juego perverso de manipulación mental no es un fenómeno abstracto; lo he vivido personalmente, al igual que muchas personas que conozco. La casta ha perfeccionado este mecanismo hasta hacerlo casi automático. Esta estrategia no solo silencia las voces críticas, sino que desgasta emocionalmente a quienes intentan aportar una visión neutral o diferente. El resultado es una sociedad donde las personas prefieren callar antes que enfrentar el escarnio, el rechazo o las represalias.
El miedo ha sido la herramienta más efectiva de esta clase parasitaria. No se trata únicamente de la represión física, sino de un miedo cotidiano: el miedo a perder un trabajo, a ser excluido de un beneficio social o a ser señalado públicamente. Este miedo no desaparece; se transforma en autocensura, aislamiento y parálisis emocional. En una sociedad gobernada por el temor, el silencio es el mayor aliado de los opresores.
El desgaste emocional no es un accidente; es un objetivo deliberado. Cada intento de cambio es seguido por un nuevo obstáculo; cada chispa de esperanza es apagada rápidamente por una nueva crisis. Este ciclo interminable ha generado una fatiga emocional colectiva. Cuando las personas dejan de creer en el cambio, la casta ha ganado la batalla más importante: la batalla por las mentes de los ciudadanos.
El exilio, por su parte, ha sido otra válvula de escape para este sistema. Millones de venezolanos han dejado el país, pero la guerra mental no termina al cruzar una frontera. Muchos migrantes enfrentan un duelo emocional silencioso: culpa, impotencia y nostalgia. Sin embargo, el laberinto del juego mental no los deja escapar. Aunque físicamente están lejos, siguen atrapados en una red de manipulación emocional. El sistema ha logrado que, incluso en el extranjero, los venezolanos se sientan prisioneros de una narrativa que los persigue: la sensación de que han abandonado una lucha, de que son culpables por haber buscado un futuro mejor y de que su voz ha perdido fuerza por no estar en el terreno de batalla. Así, el exilio no se convierte en una liberación, sino en un eco constante de ese mismo laberinto mental, donde la distancia no alivia, sino que multiplica el peso de las cadenas emocionales.
Salir de este laberinto mental no será sencillo. No bastará con cambiar nombres o rostros en el poder; será necesario desmontar los mecanismos emocionales y narrativos que ha construido la casta parasitaria. Esto incluye fomentar una educación emocional que permita a las personas reconocer la manipulación, crear espacios seguros para el diálogo y la reconciliación, reconstruir la confianza en las instituciones y en las personas, y ofrecer un apoyo psicológico real a una población profundamente herida.
Pero, por encima de todo, será necesario preservar la esperanza. La esperanza sigue siendo la mayor amenaza para la casta parasitaria, la grieta en el muro que han construido. Cada acto de solidaridad, cada voz que se alza, cada persona que decide no rendirse es un acto de resistencia. Venezuela no solo necesita reconstruir su economía y sus instituciones; necesita sanar su espíritu colectivo. La guerra mental no se ganará con armas ni con discursos vacíos, sino con la fuerza de una sociedad que decide recuperar su dignidad y su futuro.
En esta batalla, la esperanza no es solo un sentimiento, es un acto de coraje.
* PhD Doctor en Economía Política, experto en Gestión Pública Digital
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