Era poeta y teólogo de la liberación, esa teología social tan centroamericana, nacida al calor de la lucha contra dictaduras feroces, y que le costó la vida a tantos curas buenos. Como monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980, a quien le cantó Rubén Blades en El padre Antonio y su monaguillo Andrés (1984).
Pero también fue escritor, sacerdote, agricultor, traductor, carpintero, herrero y revolucionario a su manera. Enfrentó al dictador Anastasio Somoza Debayle, y después, entre encuentros y desencuentros, a otro más cercano: Daniel Ortega.
Este 2025 habría cumplido un siglo de vida. Estuvo cerca: vivió 95 años (nació el 20 de enero de 1925 y murió el 1 de marzo de 2020).
Parafraseando a Neruda, pudo decir: confieso que he vivido.
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El sarampión político
La primera vez que supe de Ernesto Cardenal fue en los pasillos de Sociología de la UCV, Caracas, en los años 80. Era yo un adolescente audaz e igualado, que entre peladera y hambre se escapaba de su pueblo a contemplar y aprender en aquel ambiente lleno de librerías, debates y bohemia absoluta.
En una de esas librerías compré o supe de Ernesto Cardenal en Cuba, una crónica sobre su estancia en la isla. Lo despaché de un tirón en un bus de Líneas Unidas, camino a Maracay: unas cuatro horas por la vieja carretera Panamericana.
Ese libro me desató el sarampión político. Yo aún no salía del bachillerato.
Muchos años después comprendí que Ernesto Cardenal en Cuba era un panegírico. Lo único que nunca le perdoné al padre fue que recomendara los helados de Coppelia: cuando los probé, sabían a cucaracha. Lo mismo dijo el Che Guevara de la Coca-Cola cubana en los años 60, cuando era ministro de Industrias: sabe a cucaracha.
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El terremoto de 1972
Una cosa vino con la otra. En la madrugada del 23 de diciembre de 1972, ocurrió el terremoto de Managua. Estuvimos allí. Nunca lo olvidaré, porque los días y las noches eran igual de caóticos y terribles.
Un pana, gracias a su papá oficial de aviación, logró montarnos —no me pregunten cómo— como voluntarios en un vuelo humanitario directo desde la Base Aérea de Palo Negro (Venezuela) hasta Managua. Nos entregaron una pala, y quedamos a cargo de un flacuchento supervisor que tenía la fuerza de veinte hombres.
El 31 de diciembre de 1972, nos quebramos emocionalmente. La noticia fue un golpe: el avión de carga que transportaba ayuda humanitaria y al beisbolista Roberto Clemente cayó al mar frente a Puerto Rico. Clemente murió ese día, en acto de entrega. Una tragedia sobre otra tragedia.
Regresamos el 25 de enero de 1973, día de mi cumpleaños número 18. Lo celebré a 15,000 pies de altura, con una botella de ron Flor de Caña, regalo del supervisor.
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Solentiname y la utopía
Yo sabía que estaba en la patria de Ernesto Cardenal. Una idea fija rondaba mi cabeza: ir al archipiélago de Solentiname, fundado por él en 1966. Quería ver de cerca ese experimento donde se podía ser cristiano y revolucionario a la vez. Agricultor, pintor, pescador, poeta, todo en un solo espacio.
Parecía una comunidad hippie, pero era más que eso. Allí se predicaba el evangelio con devoción y se denunciaba al régimen de Somoza.
El viaje desde Managua tomaba unas 5 horas, incluida una travesía en chalana por el lago Cocibolca. No lo logramos: tras un ataque por jóvenes sandinistas salidos de Solentiname, la dictadura clausuró el lugar.
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El rol de CAP
El presidente Carlos Andrés Pérez jugó un papel clave en la victoria de la revolución sandinista. El 19 de julio de 1979, cayó la dictadura de Somoza, y en Miraflores celebraron el triunfo. Venezuela apoyó: desde la Base Aérea de Palo Negro, los aviones Hércules C-130 trasladaron armas, uniformes y suministros al Frente Sandinista.
Cardenal fue llamado a integrar el primer gabinete revolucionario. Fue ministro de Cultura desde 1980 hasta 1987, en un gobierno que comenzaba a tensarse con la Iglesia.
Su primera medida fue reabrir Solentiname. Pero años más tarde, Daniel Ortega, ya convertido en caudillo, lo cerró otra vez. Alegó lo mismo que Somoza: “Solentiname es un antro de opositores”.
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Suspendido por el Vaticano
El 4 de marzo de 1983, el Papa Juan Pablo II visitó Nicaragua. En el aeropuerto, Cardenal se arrodilló para recibirlo, pero el Papa lo reprendió públicamente con el dedo. Al año siguiente, en 1984, fue suspendido a divinis del ejercicio del sacerdocio.
Cardenal respondió:
“El Papa le faltó el respeto a la Iglesia. Mi fe es en Cristo, no en el Vaticano.”
Durante décadas fue hostigado, perdió casi todo… menos la fe. Por poco le quitan también su emblemática boina. Él solo deseaba “una revolución sin venganzas”.
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Llueve y escampa
En febrero de 2019, el Papa Francisco ordenó levantarle la sanción. Fue rehabilitado al sacerdocio, a los 94 años.
Ese mismo año, la presidenta Michelle Bachelet le otorgó el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Antes había sido reconocido por México como miembro de la Real Academia de la Lengua, y recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2012).
Los premios llegaron tarde. Casi nunca asistía.
Llueve y escampa.
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En sus manos
Quedaba pendiente en una gaveta la carta enviada desde el Vaticano con la firma del Papa Francisco. En sus últimos días, en el hospital, recibió la visita del obispo Silvio Báez, auxiliar de Managua, el 17 de febrero de 2020.
El obispo lo contó así:
“Hoy visité en el hospital a mi amigo el sacerdote, Padre Ernesto Cardenal, con quien pude conversar. Después de haber orado por él, me arrodillé ante su cama y le pedí su bendición como sacerdote de la Iglesia Católica, a lo cual accedió gozoso. ¡Gracias Ernesto!”
A los pocos días, el 1 de marzo de 2020, falleció.
Esa carta llegó tarde.
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Nos vemos por ahí.
Pedro Mosqueda
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