sábado, 1 de marzo de 2025

La escandalosa crisis educativa que sufrimos: «Venezuela el país de las aulas vacías» / Angel Oropeza


La crisis silenciosa: Venezuela, el país de las aulas vacías

Angel Oropeza

Dentro del bombardeo mediático al que estamos sometidos los venezolanos, que en ocasiones no permite diferenciar lo importante de lo banal, hubo la semana pasada una noticia que por su impacto y posibles consecuencias no debería pasar inadvertida para todo aquel que ame a Venezuela, pero que además esté preocupado por el futuro del país.

En una angustiante declaración, el Dr. Tulio Ramírez, director del Doctorado en Educación de la UCAB, expresó su preocupación por la disminución en la formación de docentes en Venezuela. Según sus estimaciones, de continuar la tendencia actual, en siete años las universidades del país no estarán graduando a ningún nuevo profesional de la educación.

La afirmación anterior se basa en la reducción drástica en la cantidad de egresados de carreras de educación en los últimos años. Desde 2008, la matrícula en las Escuelas de Educación de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Católica Andrés Bello ha caído en 76%. La reducción en el número de nuevos ingresos es aún más alarmante: hace 15 años, más de 31.000 bachilleres optaron por formarse como docentes, mientras que en 2022 la cifra se redujo a apenas 4.000, lo que equivale a una caída del 87%. Este desplome ha impactado directamente en la cantidad de egresados. En 2008 se graduaron más de 14.900 nuevos docentes, pero para 2022 la cifra cayó drásticamente a sólo 1.749, lo que representa una caída del 88% en la formación de docentes en Venezuela.

Hay también un déficit importante de profesores en Educación Media, específicamente en las materias de Física, Química y Matemáticas. Por citar sólo un ejemplo, las carreras de Educación Básica Integral y Matemáticas en la Universidad de los Andes (núcleo Táchira) pasaron de contar con 3.800 estudiantes a inscribir solo 9 en su más reciente proceso de admisión.

Nuestro sistema educativo venezolano enfrenta una crisis silenciosa y compleja. Según el informe de la ONG FundaRedes, basado en la Consulta Pública Educativa 2023-2024, la matrícula escolar ha disminuido 46%, reflejando un éxodo masivo de estudiantes que abandonan las aulas, y 54% de las escuelas presentan condiciones físicas precarias, con sólo 31% de los baños y 28% de las aulas en condiciones funcionales. Además, según el mismo Informe, 93% de los docentes encuestados afirma que no reciben el apoyo adecuado por parte del Estado. Por su parte, la Universidad Católica Andrés Bello, en su informe de Encovi 2023, reporta que solo 60% de nuestra población de niños y adolescentes en edad escolar puede asistir de forma regular a clases.  Aún más grave, el calendario escolar se ha reducido a dos o tres días por semana en las escuelas públicas, porque los pocos docentes que quedan tienen que buscar formas alternativas de ingreso distintas al misero sueldo que perciben.  De hecho, los muy bajos salarios, la casi ausencia de beneficios y las precarias condiciones laborales, son el principal factor que desestimula a los bachilleres a estudiar Educación.

La situación es realmente grave y pone en serio peligro el futuro de la educación en el país. Pero las consecuencias van mucho más allá. Porque la educación no es simplemente impartir conocimientos, sino que su efecto social es mucho más profundo.

En primer lugar, la educación es un factor clave para el desarrollo humano y social. Las personas con mayor nivel educativo tienen más oportunidades de acceder a mejores empleos, ingresos y condiciones de vida. Además, la educación fomenta la participación ciudadana, la autonomía personal, la autoestima y el desarrollo de habilidades que permiten a las personas enfrentar los desafíos de la vida. La educación es así una herramienta indispensable para el ejercicio de la libertad y de la promoción humana. En el mismo sentido, la falta de educación suele conducir a quienes la padecen a una situación de minusvalía e indefensión ante los retos de la vida cotidiana, y a resignarse -por falta de herramientas- ante los intentos de manipulación y sumisión por parte de otros.

En segundo lugar, la educación es un factor clave en la lucha contra la pobreza. De hecho, la educación es un elemento fundamental para medir la pobreza multidimensional. La pobreza multidimensional no se limita a la falta de ingresos, sino que abarca diversas dimensiones del bienestar humano, como la salud, la educación, el empleo y la seguridad, entre otros.

La falta de educación suele generar un círculo de pobreza que se transmite de generación en generación. Las personas con bajo nivel educativo tienen menos oportunidades de empleo y desarrollo, lo que suele afectar su calidad de vida y la de sus familias. Además, la falta de educación puede limitar el acceso a información y recursos importantes para el desarrollo personal y social.

La relación entre pobreza y bajos niveles educativos es en la práctica un círculo perverso que se retroalimenta constantemente. La situación de pobreza aumenta los riesgos de exclusión educativa, en parte porque las familias necesitan maximizar la participación en el mercado de trabajo de sus miembros para compensar la merma de sus ya magros ingresos, y en parte porque la oferta educativa -en términos de escuelas y disponibilidad de docentes- es cada vez más exigua en nuestras zonas populares, sobre todo del interior del país. Y esa exclusión del sistema educativo es un factor que contribuye a perpetuar la situación de pobreza.

Adicionalmente, la ausencia o fallas en la educación constituyen un elemento que refuerza la desigualdad social. La ausencia de una educación donde se desarrollen la mayor parte de los aprendizajes y habilidades necesarias para enfrentar las complejidades de la vida cotidiana favorece la reproducción de inequidades económicas y sociales, sobre todo en hogares pobres que tienen mayores restricciones de acceso a las nuevas tecnologías y adolecen en el hogar de un clima educativo apropiado.

Hoy en nuestro país casi la mitad de la población de 3 a 5 años permanece excluida de los beneficios de la educación inicial. Y esa exclusión se concentra entre los más pobres porque la oferta pública es limitada y con cada vez menos docentes disponibles.  Si esta situación no cambia, pues simplemente seguirán acumulándose las desventajas en la adquisición de competencias necesarias para el desarrollo de los aprendizajes, y profundizándose así la inequidad e injusticia sociales.

Un país sin aulas no es sólo un país donde sus habitantes no tienen acceso a los conocimientos universales necesarios para poder funcionar y enfrentar los retos de la vida. Un país sin aulas es uno castigado a la perpetuación de la pobreza y la desigualdad crecientes. Un país sin aulas es un país condenado a la sumisión y a la esclavitud.  Es urgente una acción decidida del Estado que empiece por revisar la política salarial de los docentes y hacerla atractiva, estimularla con una compensación digna y suficiente que revierta nuestra grave deserción docente, diseñar y llevar a la práctica un plan masivo de recuperación y dotación de las estructuras educativas. Pero, sobre todo, es necesario que todos abramos los ojos ante la gravedad de esta crisis silenciosa pero letal, que amenaza no sólo el futuro sino el presente de lo más preciado de nuestro país, su capital humano.

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