martes, 11 de febrero de 2025

LA MARCHA SIN RETORNO (novela) / Enrique Ochoa Antich


Éstas fueron mis palabras con ocasión del bautizo de mi novela La marcha sin retorno:

He decidido escribir estas palabras porque, parafraseando a *Jean-Paul Sartre*, al menos _yo, hablando, siempre estoy por debajo de mí mismo_. Esperemos que escribiendo yo no lo esté tanto.  

Comienzo por agradecer a quienes hicieron posible este evento: a los anfitriones de El Buscón; al viejo amigo David, que propició y viabilizó la relación con la editorial española Círculo Rojo; a Johel, a Yimi, a Julio, a Armando, a Rico y a Nashla, siempre solidarios en estos menesteres. Por agradecer a mis sobrinos, Isabel Ron-Pedrique y Kostas por la maravillosa portada y el video promocional que elaboraron para la novela. A mi sobrino El Gato y a mi hijo Santiago, que editaron los manuscritos originales. A mi hija Mariana, que, en tiempos de peste, me incitó a volver a la escritura. Y por agradecer también la presencia de la queridísima Mercedes Malavé, una de las mentes más lúcidas de la nueva política venezolana. A Kico, amigo de siempre, por su generosa presentación. Y las honrosas palabras sobre la obra, de mi apreciado y admirado Víctor Rago.   

Mi primera relación directa con la literatura fue el plagio. Rondaba yo los 8 años de edad cuando, estudiando en el Gimnasio Moderno de Bogotá, la maestra requirió de sus alumnos la redacción de un relato. No alcanzo a recordar por qué tuve la temeraria ocurrencia, pero yo salí del aprieto con una fórmula muy simple: tomé una de mis novelas infantiles de entre mis juguetes, y copié, palabra por palabra, el primer capítulo. La maestra debió haber quedado sorprendida pues recuerdo que tuvo grandes elogios para dizque mi primera composición literaria. Entusiasmado por la recompensa, a la semana siguiente volví con el segundo capítulo, y nuevamente fui alabado por la maestra y envidiado por mis condiscípulos. Tal fue mi inmerecida fama por aquellos días, que alguna vez mi madre, alardeando ante sus amigas de mis supuestos atributos literarios, me pidió… cual si yo fuese una atracción de feria: “A ver, Enrique, venga y les escribe algo a mis amigas”. Esquivé la humillación de ser desenmascarado en público apelando a los privilegios propios de mi condición de escritor en ciernes: argumenté que para eso necesitaba unos minutos de inspiración en soledad y que me encerraría en mi cuarto para que las musas ejecutasen su mágico oficio. Por supuesto, copié el tercer capítulo de aquella historia y de inmediato lo exhibí como de mi propia autoría… y nuevamente fui aplaudido por mis semejantes. Es decir, había descubierto la forma más fácil de *ser justificado en la tierra por el reconocimiento de los otros*, que en realidad es lo que todos hacemos cada día de nuestras gratuitas existencias. Hasta que llegó la cita fatal con mi destino de impostor: la maestra, que al final no era tan despistada como me pareció al principio, se dio cuenta de la farsa y me desembozó de un tirón ante la clase. Se trataba de _El príncipe y el mendigo_, de Mark Twain, y aún hoy me cuesta comprender cómo mi embuste funcionó tan eficazmente durante tanto tiempo tratándose de una obra tan afamada.   

Pero la vocación literaria volvió por sus fueros pocos años después. Ya a mis once, residenciado en la isla de Zamalek, en el río Nilo de El Cairo, en el Egipto milenario —adonde, como en Colombia, mi padre había sido designado embajador de Venezuela—, escribí una confusa _noveleta_ de piratas cuyos originales se extraviaron.   

Entonces ocurrió que volvimos a este país en 1967, que me alcanzó la adolescencia, y que en aquellos años revueltos en que coincidieron tantas cosas memorables (la maravilla del _Sargento Pimienta_ de los Beatles, la desmesura inalcanzable de _Cien años de soledad_, los gusarapos soviéticos por las calles de Praga: “Lenin, despierta, se han vuelto locos”, el mayo francés: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, la guerra de Vietnam y las protestas estudiantiles en las entrañas del imperio, la masacre de Tlatelolco: “Venid ver la sangre por las calles”, y la América Latina toda, estremecida aún por el espejismo engañoso de la revolución cubana), a la hora de buscarme en el laberinto borgiano de la vida, dos pasiones competían como demonios voraces por mi alma: *la política y, siempre, la literatura*.  

Creo que la causa de esa _naturaleza escindida_ está en mi padre. Algunos aquí saben que fue un militar andino en tiempos en que ser militar era la forma más común de hacer política. Mi padre nos inculcó a todos sus hijos una vocación casi patológica por la historia y por los asuntos públicos, recordándonos una y otra vez, como si se tratase de un mandato de la sangre, la obligante heredad de nuestros ancestros.  

No hay Ochoa Antich que se precie, varón o hembra, con quien usted consiga sostener más de 10 minutos una conversación sin hablar de política.   

Pero además de su ferviente interés por la historia, mi padre poseía un natural don de *echador de cuentos*. Simulando voces, su índice a veces trémulo, turbado por dolores ajenos, cada una de sus narraciones se poblaba de guerreros portentosos, tiranos infames, y el azar de la historia como un hado inexorable. A sus 80 y tantos escribió sus memorias, tecleándolas a dos dedos en una vieja máquina de escribir, letra por letra, lo que revela una clara vocación de escritor.   

Así que signado por esa doble y contradictoria herencia encaré la definición de lo que quería ser en la vida. Por lo pronto, entusiasmado por su inminente división a propósito de la invasión a Checoslovaquia por la URSS, y espoleado por la figura rutilante de *Teodoro Petkoff*, pues me caía simpático ese curioso personaje que era capaz de enfrentarse a los gringos y a los rusos a la vez, me inscribí a mis 16 años recién cumplidos, sin ser reclutado por nadie y por voluntad propia, en el *Partido Comunista de Venezuela*.    

Sin embargo, por arrebatadora que hubiese sido la lucha política, arrastré siempre conmigo esa otra condición, la de escritor, y nunca la abandoné, cargando siempre en mis alforjas los manuscritos de farragosas prosas y de poesías improbables.  

No escogí ser ni una cosa ni la otra, sino ambas a la vez: político y escritor. Pero seamos sinceros, la política es más fácil, más gregaria que la literatura, y de más rápida recompensa. Para decirlo con palabras de Cortázar en Rayuela, es “la maravillosa alegría de la hermandad con otros hombres embarcados en la misma acción”, tal vez “una coartada”, como subraya el argentino, pero cuyo oficio, a través de _los otros_, justifica la existencia con inusitada eficacia, con mucha mayor presteza que esa morosa y cenagosa  labor que con razón es considerada la más solitaria de todas: la literatura.

Oscilando, pues, entre una y otra condición, se me fueron pasando los años. Entonces, en algún momento resolví: *a los 50 dejo la política y me vuelco por entero a la literatura*. “La vida alcanza para dos”, farfullaba para mí. Terminé haciéndolo luego de los 60.  

Vargas Llosa, en su monumental estudio _García Márquez: Historia de un deicidio_, desentraña los “trucos” con los que el Gabo supo colocar en palabras el deslumbre *real-maravilloso* -al menos según el recordado y querido *Alexis Márquez Rodríguez*- de nuestra realidad latinoamericana. Ya Asturias y Carpentier lo habían hecho, pero en ninguna otra obra de la literatura universal se logra ese cometido como en _Cien años de soledad_. El más importante de aquellos “trucos” consiste en lo que Vargas Llosa llama _muda en el nivel de realidad_: *invertir los materiales que corresponden a lo real objetivo y a lo imaginario*. Pues bien, viendo nuestra Venezuela apaleada e insólita, muchas veces me encuentro exclamando: "¡Esto es Macondo!"... con el perdón del Gabo. 

En esta tierra que aún no sabemos si es *de gracia o de desgracias*, pueden verse como reales hechos absolutamente imaginarios y como imaginarios hechos absolutamente reales. El *realismo mágico* tiene asiento en la crónica cotidiana de nuestros días: _Comandante Eterno_, “¡Hasta el final!”, una “revolución socialista” que en algunos aspectos es el más salvaje de los capitalismos, un poder popular en cuya cúspide el caudillo lo decide todo, en fin.  

Excepto circunstancias muy especiales, una “marcha sin retorno” es más o menos una estupidez política, pero como comprenderán, desde el punto de vista literario es una delicia. 

En un poco más de 100 páginas, _La marcha sin retorno_ (la _noveleta_ que bautizamos hoy) describe una protesta en una ciudad latinoamericana en principio imaginaria, de unos *indignados* que vocean entre sus consignas: “¡Que se vayan todos!” En su trayecto, ocho personajes: *un sacerdote, un enano, una meretriz, dos enamorados (ella oficialista y él opositor), un líder sindical, un descreído anciano de izquierdas, y el tirano*, narran las peripecias  de sus vidas. Son ocho piezas de un puzzle. Al armar ese rompecabezas, creo, espero, que el lector se encontrará con una imagen completa y sorprendente de nuestra realidad.   

Así que ojalá disfruten con su lectura, amigas y amigos, y mil, mil gracias por acompañarme en este trascendente acto de mi vida.

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