sábado, 9 de marzo de 2013
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ / El destino de los embalsamados
Como uno de los chismes periódicos que divulgan las agencias de Prensa, ha
surgido ahora la versión de que el cuerpo de Lenin que se exhibe en la plaza Roja
de Moscú es, en realidad, una estatua de cera. Se dice que un sobrino de Stalin
llamado Budu Svakadze reveló el secreto en ufi libro que el KGB no pernlitió
publicar en 1952, pero que una copia del manuscrito logró llegar a Israel por
correos clandestinos, y desde allí ha sido difundida al mundo por el Jerusalem
Post. Todo esto es tan difícil de comprobar, que tal vez el método más útil sea
tomarse el trabajo de viajar a Moscú, hacer la cola de tres horas bajo las nieves de
enero y entrar en el glacial y denso edificio de mármoles incandescentes para
tratar de averiguar con ojos propios qué puede haber de cierto en este folletín
trasnochado.
Yo lo hice en las dos únicas ocasiones en que he estado en la Unión
Soviética -en 1957 y en 1979-, y en ambas tuve la impresión de que el cuerpo de
Lenin estaba hecho de su materia natural, aunque es fácil entender que un
visitante distraído, o demasiado incrédulo, se sienta inclinado a pensar que es una
estatua de cera. La primera vez, el cuerpo de Lenin yacía en su urna de cristal, a la
derecha del cuerpo de Stalin, que todavía entonces se consideraba digno de aquella
gloria de formaldehído. Lenin había muerto 33 años antes, y Stalin, apenas cuatro,
y la diferencia se notaba. Este último parecía irradiar un aura de vida, y su bigote
histórico de tigre montuno apenas si ocultaba una sonrisa indescifrable. Lo que
más me llamó la atención -como ya lo dije en los reportajes que publiqué en
aquella ocasión- fueron sus manos delgadas y sensibles, que parecían de mujer. De
ningún modo se parecía al personaje sin corazón que Nikita Jruschov había
denunciado con una diatriba implacable en el vigésimo congreso de su partido.
Poco después, el cuerpo sería sacado de su templo glorioso y mandado a dormir un
sueño sin testigos, y tal vez más justo, entre los muertos numerosos de los patios del
Kremlin. Muy cerca de la tumba de Jdhn Reed, el único norteamericano que
alimenta las rosas de aquel jardín quimérico.
El cuerpo de Lenin era menos impresionante, porque estaba menos conservado. En
efecto, 33 años son muchos, aun para los muertos, y también en ellos se notan, a
través del tiempo, los artificios del embalsamamiento. Al lado de la cabeza de
Stalin, enorme y maciza, la de Lenin parecía tan frágil como si fuera de vidrio, y su
semblante oriental parecía llegarnos de muy lejos. Tal vez buena parte de esa
degradación había sido heredada de sus dos últimos años de vida, que para Lenin
habían sido de sufrimientos. En 1922 había sido operado para sacarle una bala que
le quedó en el cuello del atentado de agosto de 1918, y el brazo izquierdo le quedó
sin vida. El año siguiente sufrió varias recaídas, perdió el habla, se redujo a la
nada su fabulosa capacidad de trabajo, y el 21 de enero de 1922 murió devastado
por la arterioesclerosis cerebral. Su cerebro, extraído para embalsamar el cuerpo, tenía la consistencia árida de una piedra. La inutilidad del brazo izquierdo se
notaba aun después de embalsamado, y la erosión general del cadáver, que ya era
evidente la primera vez que yo lo vi, lo era mucho más la segunda, cuando ya
habían transcurrido 55 años de la muerte. Pero en ningún caso me pareció una
estatua de cera, entre otras cosas, porque la cera no tiene la buena virtud de
envejecer.
En realidad, lo que más me estremeció en las dos ocasiones en que vi la momia de
Lenin fue la impresión ineludible de que el cuerpo no se conservaba completo bajo
las sábanas de la urna, sino que lo habían cortado por la cintura para facilitar la
conservación.
Hasta el pecho, en efecto, el relieve del cuerpo era convincente, pero luego se
confundía con la superficie del mesón donde estaba acostado, y se dejaba la puerta
abierta a cualcluier aventura de la imaginación. No era fácil soportar la idea de
que la muchedumbre que desfilaba por el mausoleo le estaba rindiendo tributo a
un héroe Partido por la mitad, cuya parte inferior se había podrido y convertido
en polvo en algún basurero distinto.
En todo caso, estas suposiciones son posibles por la mala costumbre de conservar
cadáveres para ser adorados por la muchedumbre. Nada se parece menos a la
imagen que se tiene de un hombre o una mujer memorables que sus desperdicios
mortales arreglados como para una fiesta funeraria. Los motivos de los egipcios
eran perdonables, porque creían que mientras se conservara el cuerpo se
conservaría también el espíritu, y en ningún caso embalsamaban a sus faraones
para la exhibición pública.
Los católicos, al revés, piensan que la conservación
casual del cuerpo es un indicio de santidad, y lo exponen en sus templos para
deleite de sus fieles. Pero es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la
costumbre creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto
de los héroes con el culto de sus momias. Es el caso en Bulgaria, donde se conserva
el cuerpo de Dimitrov, y el caso de China, donde se conserva el cuerpo de Mao, y el
caso de Vietnam, donde se conserva el cuerpo de Ho Chi Min. No se necesita ser un
visionario para suponer que Kim II Sum, el presidente de Corea del Norte, que
desconoce por completo el dulce encanto de la modestia, debe estar ya ansioso por
someter su cuerpo glorioso a los buenos oficios de sus embalsamadores.
Por fortuna, Cuba sentó un precedente ejemplar para este lado del mundo con las
manos del Che Guevara,, que fueron cortadas por la CIA para una identificación a
fondo por las huellas digitales. Un antiguo funcionario del Gobierno boliviano que
desertó de su cargo las llevó después a La Habana, y no faltó quien sugiriera la
idea de conservarlas para el culto público. Fidel Castro, que tiene la buena
costumbre de llevar estos problemas hasta la última instancia, lo consultó con las
muchedumbres al final de un discurso en un acto de masas. La respuesta, que era
la que Fidel Castro esperaba, fue unánime y rotunida: nones.
Hay en América Latina otros antecedentes que no son tan consoladores. El general
Antonio López de Santa Ana, que gobernó a México varias veces desde 1833,
perdió la pierna derecha en la guerra contra los invasores franceses y la hizo
enterrar en la catedral, bajo palio de obispo y con todos los honores militares y
religiosos, en unos funerales babilónicos presididos por él mismo. Más tarde, el
general Alvaro Obregón perdió el brazo izquierdo por una bala de cañón que le
disparó Pancho Villa en la batalla de Celaya, y su mano se conserva todavía en la
ciudad de México, achicharrada por el formol, en un monumento público, que por
razones inescrutables se ha convertido en un sitio de peregrinación de los jóvenes
enamorados. El caso más extraño de nuestro tiempo es el del cadáver de Evita
Perón, que desapareció de Buenos Aires después de embalsamado y repareció
muchos años después en Italia, bajo la responsabilidad del Vaticano. El hombre
que la embalsamó era un catalán grandilocuente que montó guardia en la antesala
de la enferma durante las largas semanas de su agonía, pues debía proceder al
embalsamamiento en el instante mismo de la muerte para una conservación más
convincente y duradera. Mientras esperaba, les hacía ver a los visitantes ilustres el
álbum de fotos de sus trabajos más notables. Y entre ellos, su obra maestra: un
niño de Montevideo que había muerto a los siete años, y cuyos padres lo hicieron
embalsamar sentado en una sillita y vestido de marinero. Todos los años, durante
muchos, sus hermanos le celebraron el cumpleaños con los que fueron sus amigos,
hasta que todos crecieron, y se casaron y tuvieron otros hijos para embalsamar, y
el pobre niño embalsamado, en su sillita de madera y con su vestido de marinero,
quedó a merced de las polillas y el olvido en un ropero del dormitorio. / 15 SEP 1982
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