Venezolanos y venezolanas no aceptaremos complicidad judicial, fiscal, militar ni presidencial, como ha ocurrido en casos anteriores... |
La sorpresiva y lamentable muerte del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo en Fuerte Tiuna, deja contra las cuerdas al gobierno del presidente Nicolás Maduro en materia de abuso de poder y violación sistemática de Derechos Humanos: por línea de mando -al menos mientras duren las investigaciones a cargo del Ministerio Público- deben ser separados de sus cargos el director de la Dirección General de Inteligencia y Contrainteligencia Militar (DGICIM) del Ministerio de Defensa, general de brigada (Ej) Iván Hernández Dala; y el ministro de Defensa, general en jefe (Ej) Vladimir Padrino López.
No soy de los que niegan cínica o irresponsablemente los delitos cometidos por quienes desde 2002 han intentado acabar violentamente con los gobiernos de los presidentes Hugo Chávez, fallecido en el cargo en marzo de 2013, y Nicolás Maduro, a quien los conspiradores no han dejado de desconocerlo ni de intentar derrocarlo desde su primera elección, aquel 14 de abril de 2013, cuando el derrotado Henrique Capriles lo tildó de fraudulento y llamó públicamente a "descargar esa arrechera", cuyo sangriento saldo inmediato fue de once asesinatos miserables por odio político y social, en una sola noche.
Chávez los perdonó a todos; Maduro, entre tanto, duerme con un ojo abierto, tal vez siguiendo el pragmatismo autoritario de Juan Vicente Gómez, quien falleció en su cama, o acatando aquella máxima de Rómulo Betancourt: "La primera obligación del gobierno es no dejarse tumbar", que le permitió transitar aquellos turbulentos años 1959-1964 entre bombas magnicidas en el paseo Los Próceres, alzamientos militares como el "Barcelonazo", el "Porteñazo" y el "Carupanazo", y la presión de las guerrillas urbanas y rurales.
Creo que Maduro acumula récord de conspiraciones políticas y militares, solo aventajado por Betancourt, aunque superándolo en la adversa potencia sostenida en su contra por parte de los gobiernos de Estados Unidos (Obama-Trump), y en cuanto al atrevimiento sin precedentes de los gobiernos y formaciones criminales paramilitares de Colombia, casus belli en cualquier parte del mundo y en todo tiempo.
En América Latina y el Caribe no son nuevos estos lances por el poder, hayan sido contra gobiernos democráticos, efectivamente tumbados por EEUU con apoyo de factores políticos, económicos y militares locales, o por intentos fallidos de la misma factura; o por movimientos insurgentes de orientaciones izquierdistas.
Lo cierto es que -como lo afirmé en foro de la Cátedra "Pío Tamayo" de la Universidad Central de Venezuela (UCV)- quienes escogen la vía de los "golpes" para derrocar gobiernos, tienen solo cinco opciones: lograr su objetivo y "agarrar el coroto", que es la única buena; y morir en el intento, caer preso, irse a la clandestinidad o marcharse al exilio, vertiente que puede comenzar cómodamente en una embajada. Así es la política. Podría afirmarse que no hay golpe fallido impune, a sus actores les acosa la persecución penal, sin escapatoria, y es lo que estamos viendo en nuestro vapuleado país.
Hablo responsablemente de "persecución penal", no de abuso de poder y violación de Derechos Humanos, prácticas criminales también punibles, que rechazo política y moralmente con toda firmeza, sin vacilaciones.
El fiscal general Tarek William Saab tiene en sus manos el relevante caso de Rafael Acosta Arévalo, un hecho supuestamente abominable de tortura, que debe ser investigado y calificado por el Ministerio Público (MP). Todo lo denunciado por familiares, su abogado y defensores de DDHH parece indicar que su abrupta muerte pudo ser producto de torturas en la DGICIM. Si así se confirma, sus responsables materiales y los titulares de la cadena de mando deben ser condenados ejemplarmente por el Poder Judicial, una vez presentadas las pruebas y acusaciones por los fiscales del MP. Y en primerísima persona, como Jefe de Estado y Comandante en Jefe de la Fuarza Armada Nacional Bolivariana (FANB), el presidente Nicolás Maduro correría con las consecuencias de ese crimen atroz.
Sin embargo, más grave aún sería que se llegare a comprobar, mediante exhaustiva investigación fiscal, que bajo el mando de Maduro hemos llegado a un estadio de sistematización de la tortura en organismos policiales de investigación penal como la DGICIM, el Servicio Bolivariano de Investigaciones (SEBIN), el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) y el Comando Anti Extorsión y Secuestro (CONAS) de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), como efectivamente ocurre a pesar de las pocas y temerosas denuncias formuladas por los afectados y sus familiares, según diversas organizaciones defensoras de DDHH.
Tan grave como lo anterior es el silencio y la inacción de los fiscales del Ministerio Público, a quienes corresponde tanto la conducción de las investigaciones penales como la preservación de la vigencia de la legalidad y el resguardo estricto de los Derechos Humanos de los privados de libertad (por las razones que fueren). No sé si vale la pena mencionar a la "Defensoría del Pueblo", porque su inexistencia es fáctica y sus competencias han quedado en "letra muerta".
El crimen de tortura es abominable, incluso peor que el homicidio mismo, por su naturaleza: brutal maltrato físico y mental, con ensañamiento y sadismo por parte de agentes del Estado en contra de un prisionero inerme, generalmente maniatado, indefenso, totalmente en desventaja frente a sus torturadores.
Los torturadores son bestias enceguecidas, psicópatas uniformados -sean militares o policías- prevalidos del abuso de poder y la impunidad que les garantizan sus jefes administrativos y políticos desde las respectivas cadenas de mando.
Sin duda, estamos viendo apenas la punta del iceberg; y si el Ministerio Público cumple el compromiso constitucional, pudiéramos estar entrando a la fase final de la tragedia histórica que sufrimos en Venezuela. El fiscal general Tarek William Saab, la tiene tan dura como el presidente Nicolás Maduro y Maikel Moreno, presidente del Tribunal Supremo de Justicia y de su Sala Penal. Esta vez no habrá impunidad política nacional e internacional; ni admitiremos los venezolanos y venezolanas, complicidad judicial, fiscal, militar ni presidencial, como ha ocurrido en casos anteriores, no tan espectaculares como el de la muerte de Acosta Arévalo, pero igualmente graves y revulsivos.
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